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MÍSTICA DE COLORES Y FORMAS: GUSTAVO DÍAZ SOSA

Ilia Galán, Profesor Titular de Estética y Teoría de las Artes en la Universidad Carlos III de Madrid

 

 

            Altas, lejanas y largas son las escaleras

            que en vislumbrada pirámide de sueños

            conducen a las tres sagradas puertas

            vacías todavía de quienes subir a entrar debieran

            mientras avanzan por la gran plaza

            hileras de sombras, humanas quimeras.

            Unos leen, escriben, dibujan o pintan

            sobre aisladas mesas;

            otros debaten en grupos sus silencios;

            hay quien camina trasladando su propia escala.

           

            Ciudad o Templo, fundir lo sagrado

            con el momento caído del reloj atrasado,

            esa es la señal que indica el rumbo del Encuentro,

            donde habita, esperándonos,

            en amable lecho, el mismo Misterio.

 

* Poema dedicado al lienzo de Gustavo Díaz Sosa, De Revelaciones y encrucijadas, (2019)

 

 

    Pocos autores actuales tienen dentro la fuerza que muestran las obras de Gustavo Díaz Sosa, preñada de Infinito. Su carrera, firme, se confirma después de los años y esperemos que siga con su rumbo, claro, sin límites, tal y como ha sido y es notorio para quien conozca su trayectoria a lo largo de los años.

 

    Sus innovaciones no son gratuitas, sino que responden a una evolución interior, intelectual pero también espiritual. Una constante hay, sin embargo, desde aquellos tiempos en que su alma anhelaba religarse con el Creador, como joven creador a quien le prohibían leer los textos sagrados, y es el reflejo de la humanidad como conjunto, como masas que vagan por paisajes sin límites o bien construyen su arquitectura social por medio de laberintos o pirámides, de edificaciones que tragan a sus personajes o bien los ensalza hacia el cielo. Cielo y tierra de hombres, de seres perdidos o que buscan hallarse, suelen aparecer en sus lienzos, plagados de referencias simbólicas, de fragmentos poemáticos, de aforismos de sabiduría a los que pocos destinan atención, quedando ocultos entre las formas pintadas, como en sus ricos cuadernos, casi secretos y abiertos solo para quien busca no tanto erudición sino el Conocimiento.

 

   Pintura de sabiduría para un hombre que se sabe impregnado del ser divino y por eso crea desde la inmensa potencia del Creador, sin miedo, atrevido, con estilo propio, libre en su camino donde las formas, los dibujos, los esbozos se matizan con colores (ocres, marrones, grises, blancos y negros) normalmente matizados y con texturas de lo roto, porque desde la fragmentación se espera la reconciliación con el Todo.

 

   Se me pidieron unas palabras sobre Gustavo Díaz Sosa y revisé lo que ya había hecho en el pasado, descubriendo, con sorpresa, que no era necesario cambiar apenas nada. Entonces era él un joven muchacho, pero ya llevaba su obra entera en las primeras muestras, como Mahler llevaba en su sinfonía primera las que después le siguieron.

 

He eliminado las referencias a la juventud y la adolescencia pues, aunque joven todavía y henchido de promesa, ya es un hombre de madurez creadora, artista en plena efervescencia de ideas, y he realizado alguna leve matización. Este texto fue publicado[1] en excelente catálogo para una exposición en San Sebastián en 2009 y aquí aparece, con las mencionadas correcciones, diez años después, mirando al futuro.

 

Así que aquí, con algunas reformas, recupero una introducción que considero todavía plenamente adecuada para describir su obra, esa mirada, que se pierde siempre más allá.

 

 

LA METAFÍSICA DEL CIELO PINTADA EN LA TIERRA

 

   Pocos autores muestran desde sus comienzos un impulso tan poderoso hacia lo máximo como Gustavo Díaz Sosa, su afán titánico, su trabajo cotidiano y sin descansos, sus madrugadas que levantaban desde su pequeña infancia artística tan grandes obras antes del alba no son sino algunos rasgos biográficos que explican unos resultados asombrosos y contundentes. Este formidable artista visionario ha sido sin duda alguna un genio precoz, engendrado como por un milagro de lo alto y sin aparente relación con su entorno geográfico y cultural. Los que quieran hallar en este autor cubano los rasgos tópicos de la pintura tropical, el color y la sensualidad, o bien la temática política derivada del realismo socialista, típica de los países comunistas, se sorprenderá al encontrar más que un seguidor de lugares comunes un hombre libre e independiente que hace un recorrido absolutamente personal y que va a resultar, por profundizar tanto en su propia raíz, un paisaje universal, pues en el fondo más íntimo de cada uno está lo común a toda la humanidad e incluso lo común al universo y a su origen o su fin, como bien intuyó Fichte, denominando a lo que normalmente llamamos Dios, Absoluto Yo.

 

   Quien por vez primera se enfrenta a la obra de Gustavo Díaz Sosa siente que se halla, mirando globalmente su recorrido, ante una reencarnación de Caspar David Friedrich en versión contemporánea. Incluso sus figuras humanas, que a menudo carecen de ojos ni nos miran, sino que obran mirando hacia otra dimensión, nos lo recuerdan. Pero sobre todo la sintonía estriba en su temática, su pulsión de infinitud, su búsqueda interior en contraste con la esfera que está más allá del mundo y que explicaría nuestros más profundos interrogantes. Más sorprendente resulta todavía descubrir que este osado artista ha logrado una obra tan poderosa y ambiciosa sin conocer al gran romántico alemán. Este pintor cubano se crió en una tradición que dista mucho de algunos grandes referentes clásicos a los que sólo después ha encontrado en su camino. El conocimiento de Friedrich le ha llegado, diríamos, ayer mismo.

 

   Sus primeros cuadros son visiones quiméricas de ruinas que se confunden en masas de pintura, restos de edificios clásicos y paisajes sin formas humanas que poco a poco se irán poblando a medida que avancen los años, llegando casi a ser protagonistas en algunas recientes etapas. Como un romántico que hubiese perdido al hombre entre los restos de las grandes civilizaciones, busca lo que hay más allá de lo humano, el horizonte final, muchas veces perdido o apenas vislumbrado: ese contexto último sin el cual no puede leerse el texto fragmentado de nuestra existencia.

 

   El crítico académico rápidamente establecerá en su periodo inicial la influencia de las romanas ruinas o las Carceri de Giambattista Piranesi, así como las ciudades vacías y desoladas por las figuras inhumanas y humanas a la vez de los maniquíes que hallamos cuando encontramos a De Chirico. Al encontrarse con Gustavo viviendo en España rápidamente se haría una relación con la obra de Juan Genovés, donde las multitudes pueblan espacios semivacíos, pero sería un equivoco. Genovés pinta y muestra la sociedad perdida en la masa, que busca un rumbo político, más que un sentido del mundo absoluto. Del mismo modo, la obra de los italianos metafísicos sólo son lejanos precedentes en su búsqueda personal, casi religiosa, de una explicación última que nunca termina de llegar.

 

   Mirado a fondo, pronto se descubre que su última obra, tan violenta y fuertemente matérica y, a la vez, tan espiritual, en esa línea abierta por Tàpies o que continúan autores como Barceló, al menos en las formas, está ya en el principio, pues el tema de fondo es siempre, con variantes, el mismo asunto infinito del Infinito, de la vida humana que se estrella ante la muerte y pregunta o busca su transcendencia. Al igual que en la primera sinfonía de Mahler, El Titán, los estudiosos hallan ya toda su potencia y novedad desarrollada luego en el resto de su genial obra, con Díaz Sosa podemos encontrar lo mismo ya desde sus primeras obras.

 

   Entre sus grandes maestros, vistos inicialmente de lejos, es decir, a través de los libros, figuran los rusos, gracias a un viaje de sus padres por las gélidas tierras de Andrei Rublev, entonces convertidas en Unión Soviética, pero donde moraba la acción de Tarkovski y el rastro del último Eisenstein. De hecho, su pintura parece situarse muchas veces entre extensiones nevadas e inmensas, perdidas en los espacios de las estepas rusas. Otros referentes muy especiales en su obra son los de Turner y Kiefer, con sus masas de color y plasticidad significando indefinidamente una totalidad que vertebra múltiples modos. El primero, por las masas etéreas de color y bruma, con leves formas apenas esbozadas, el segundo, por la contundencia de la materia y sus posibilidades simbólicas. En cierto modo, Díaz Sosa, como algunos de los autores mencionados, al tomar como tema el enfrentamiento y la pregunta del ser humano al Infinito, a Dios, al Absoluto, a la Totalidad, siempre halla respuestas, pues lo no finito, por definición, nunca acaba, de ahí que los matices sean inagotables o que siempre se halle novedad pues ésta se da en los múltiples puntos de vista o en las inacabables actitudes que pueden tomarse ante el Innombrable.

 

   Probablemente la más exitosa de sus etapas sea la de los paisajes y figuras de la desolación, que caminan o gimen, luchan o se preguntan por la esperanza. Grandísimos lienzos, casi como murales, exhiben multitudes en procesión, entre cruces, tirando con cables de los cielos, buscando una fe que no terminan de encontrar entre las instituciones humanas, juzgando en desoladores espacios lo que no se sabe siquiera nombrar. Aquí es donde resulta más evidente, más que la metafísica o la religiosidad, el misticismo de Gustavo Díaz Sosa.  Sus monumentales “frescos”, casi como techumbres de unas modernas y sobrias catedrales de aire construidas sobre el vacío, se ven claramente influenciados por las ávidas lecturas de la Biblia, que en Cuba realizó siendo casi niño. En un país oficialmente ateo, sin haber sido educado religiosamente, sino más bien en la desconfianza ante la religión católica o la santería, el regalo de una Biblia ilustrada por parte de unos amigos supuso una verdadera revolución en su interior. Ese libro de libros, censurado en aquellos tiempos, había que leerlo a escondidas para no ser denunciado y esa actividad le nutrió en unas preguntas y búsquedas que le marcaron hasta hoy. La cuestión de Dios y las manipulaciones del poder, de las instituciones ante lo sagrado y ante la esencia humana son centrales en su mirada.

 

   El niño Gustavo, que se aficionó a la pintura utilizando los restos de color que sobraban en el taller mecánico de su padre, hizo una carrera meteórica que le condujo a ingresar en la Academia Nacional de Bellas Artes a los catorce años, habiendo ya realizado su primera exposición a los doce. Su extenuante labor allí le llevó a aprovechar todos los materiales que tenía a su alcance y los reciclaba para sus obras, madrugando a las cinco y media día tras día para poder sacar tiempo y con él volcarse en su pasión estética. La meditación interior, el trato con la vanguardia cubana de esos años y numerosas lecturas, como las de los textos sagrados del judaísmo y el cristianismo, las de Umberto Eco, Dostoievski y Tolstoi, le configuraron como un talento llamativo y prometedor.

 

   Las inquietudes sociales, la mirada crítica ante los imperios, el misticismo al que se acude desde la desorientación general, el desasosiego teatral, en ambientes que entroncan con los espacios donde las masas humanas se pierden, perdiendo hasta su humanidad, como en Metrópolis de Fritz Lang, estarán siempre presentes como un grito ante una realidad que no responde al ideal. La influencia de 1984 de George Orwell será posterior, pero no será sino un paso más en su evolución, tan llamativamente coherente desde su inicio.

 

   Poco importa que su obra más reciente sea más matérica, texturas que se incrustan en sus paisajes desolados, donde la técnica y las formas están plenamente expresadas al servicio de un espíritu que grita desde un salto al vacío, esperando el encuentro con el Absoluto. Pocos conocen sus bocetos, tal vez una de sus facetas más fascinantes, plasmados en cuadernos donde se ve la dirección que emprendió desde su más tierna juventud. Sus dibujos, de hecho, no son sino una evolución de las pinceladas, ya que si algunos pintores son más bien dibujantes incluso cuando pintan, como Dalí, Díaz Sosa es más bien un pintor cuando dibuja, de hecho, el parte de la pintura que como una indefinición va poco a poco concretándose y definiéndose en el dibujo con los años, hasta que éstos van haciéndose poco a poco más precisos, más independientes.

 

   La desolación de la fotografía de Witkins, cuyas imágenes le impresionaron, se percibe muy especialmente en su última obra; donde, en vez de hermafroditas crucificados están las cruces rotas, quebradas, los esqueletos o las figuras semipodridas, los ambientes polvorientos y sucios, pero llenos de significado y misterio, como si nos hallásemos ante habitaciones interiores que representasen el mundo y lo que está más allá de éste, como mónadas de Leibniz abiertas en las ventanas de cada mancha, cada rugosidad.

 

   Su obra es explosiva acción en que su pasión infinita por el Infinito se arroja sobre un soporte cualquiera, sea pequeño o grande, una pared, una tabla o un lienzo.

 

   En estos tiempos en los que la banalidad y la repetición se han hecho señoras del arte resulta esperanzador hallar un autor del que, como de Kierkegaard, nunca podremos decir que es superficial. Trabajando con las más estridentes o duras materias, elaborando sus matices más sutiles, hallamos en Díaz Sosa a un autor sumamente profundo y esa mirada honda se percibe en sus lienzos y dibujos como un salto hacia Dios sin saber dónde o cómo está. Después del Apocalipsis, llega la plenitud de la eternidad.

 

[1] Gustavo Díaz Sosa, San Sebastián, Arteko, 2009. "La metafísica del cielo pintada en la tierra", págs. 14-15.

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